Construyendo una Coraza para No Sentir
La Generación Silenciada: Hijos de Padres que Invalidaron sus Emociones
Crecí en un ambiente y, me atrevo a decir, en una generación donde sentir parecía ser un pecado. Frases como "no es para tanto", "límpiate esas lágrimas" o "sigue adelante y olvídate de eso" eran respuestas comunes ante cualquier muestra de vulnerabilidad. Ser vulnerable no era una opción. Sin darme cuenta, aprendí que lo mejor era guardar lo que sentía y avanzar sin cuestionar demasiado mis emociones. No sé bien de dónde surgió la idea de querer tapar el sol con un dedo, pero me acostumbré a creer que era lo correcto.
Con el tiempo, construí una coraza; una actitud de autosuficiencia y una mentalidad resistente. Creía que la independencia absoluta era el estado ideal y me convencí de que podía con todo por mí misma. Después de todo, crecí viendo a una madre trabajadora, luchadora y valiente, pero poco expresiva; una mujer de hierro que parecía inquebrantable. Nunca la vi realmente triste, feliz o emocionada en exceso. Era una persona impenetrable, cuya única manifestación emocional visible era la ira. Este comportamiento terminó por normalizar en mí una forma de vida que, con el tiempo, comprendí como autodestructiva.
Nuestro cerebro está diseñado para procesar las emociones, no para ignorarlas.
Yo, que creo en Dios, también creo que Él puso las emociones en nosotros para hacernos sentir vivos y que tienen el propósito de movilizarnos. Ignorarlas o reprimirlas solo nos lleva a la frustración y, en algún momento, nos hace explotar. Incluso si no compartes esta visión y prefieres los hechos científicos, basta con una simple búsqueda en internet para encontrar estudios neurocientíficos que demuestran que, cuando reprimimos lo que sentimos, la amígdala —la parte del cerebro encargada de gestionar las respuestas emocionales— sigue activa, generando una carga interna que tarde o temprano encuentra una forma de salir. Esta acumulación de emociones reprimidas puede desencadenar estrés crónico, afectando el sistema nervioso y el equilibrio hormonal del cuerpo.
El estrés prolongado derivado de la represión emocional se ha relacionado con problemas de salud como hipertensión, trastornos digestivos, debilitamiento del sistema inmunológico y enfermedades cardiovasculares. Además, cuando el cuerpo permanece en un estado constante de alerta, la producción de cortisol —la hormona del estrés— se mantiene elevada, provocando fatiga, insomnio y problemas de concentración. Por eso, permitirnos sentir y gestionar nuestras emociones no solo es un acto de salud mental, sino también física. Me atrevo a decir que es uno de los mayores actos de amor propio.
No saber qué hacer con lo que sentimos afecta nuestra manera de relacionarnos con los demás y, en consecuencia, con nosotros mismos. Siento que mi generación tuvo padres que se ocuparon de muchas cosas, pero no de enseñarnos a gestionar correctamente nuestras emociones. Y, por supuesto, no se trata de culpar a nadie. Me gusta pensar que cada quien hace lo mejor que puede con las herramientas que tiene. Sin embargo, lo que sí creo firmemente es que debemos hacernos responsables de nuestra sanación para no seguir dañándonos ni perpetuando patrones de este tipo.
Alguna vez leí que los barcos no se hunden por el agua que los rodea, sino por la que entra en ellos. Reconocer nuestras emociones y gestionarlas de manera inteligente es clave para evitar que invadan nuestro día a día y nos arrastren al fondo. Es lo que nos permite avanzar y vivir una vida más plena.
El corazón humano funciona, en muchos casos, como un volcán: sin advertencia previa, puede explotar y herir a quienes están a su alrededor. Pero, a diferencia de los volcanes naturales, los volcanes humanos sí pueden ser controlados. Si bien sanar y cambiar estos patrones no es un proceso inmediato, es posible y existen muchas maneras de hacerlo. Aceptar nuestras emociones sin juzgarnos nos ayuda a vivir con mayor autenticidad. Ahora entiendo que la verdadera fortaleza no radica en ignorar lo que siento, sino en aprender a manejarlo con inteligencia emocional. A veces, simplemente hablar con alguien de confianza o escribir lo que nos pasa nos permite liberar la carga y ver las cosas con mayor claridad.
Descubrí que la vida detrás de la coraza no era sostenible y comprendí que reprimir mis emociones no las hacía desaparecer; al contrario, las intensificaba y terminaban manifestándose en forma de ansiedad, estrés o incluso problemas físicos.
Tomar el control de esta área de mi vida me permitió comprender que, aunque nuestras experiencias pasadas nos moldean e influyen, no tienen por qué definirnos. Podemos ser proactivos y construir la vida que realmente deseamos, aquella que, en lo más profundo de nuestro corazón, anhelamos. Se trata de hacernos dueños de nuestra historia, de sanar, aprender y dar pasos conscientes hacia una versión más plena de nosotros mismos. Cada día es una nueva oportunidad para elegir el camino que queremos recorrer. Al final, gestionar nuestras emociones de manera saludable nos otorga la libertad de ser auténticos y vivir una vida que no solo nos mantenga a flote, sino que nos haga sentir verdaderamente vivos, útiles y conectados con nuestro propósito.